sábado, 21 de mayo de 2011

No existe la culpa


Sentí, a medida de que el cuchillo entraba cada vez más profundo en su cuello, cómo gemía, pero esta vez, de dolor. Los ojos medio amarillentos, medio verdosos, fueron tornándose cada segundo más blancos, más pálidos. Sus manos, que en un principio parecían tinturadas de color rojo, al parecer por el frío intenso que hace allá afuera, ahora poseen un color cada vez más parecido al papel puro y casto.

- ¡No lo hagas, no te atrevas!. Podemos hablar, amor - creo que le oí decir entre dientes. Pero, ¡qué importa!, a estas alturas, está mucho más cerca de irse al infierno, que quedarse entre nosotros, los que parecemos vivos, pero que estamos muertos por dentro. Porque, a quién se le puede ocurrir matar a su propia mujer, ¿no?

Cuando ya sólo le quedaban segundos de respiración, mis ojos se posaron en sus labios. Los llevaba pintados de rojo, rojo intenso. Intenté besarla, no sé, fue un impulso. Logré rozar sus labios con los míos, pero ella no reaccionaba. No me importó, porque la deseaba y, paradójicamente, más que nunca. Mientras con una mano enterraba el cuchillo en su cuello, con la otra intentaba palpar, aunque fuera por última vez, toda su humanidad. Ella a pesar de su estado casi agónico, intentaba resistirse. ¿Quién la entiende?, ¿quién me entiende?

Me molestó que se resistiera a mí, cuando jamás lo había hecho. Fue cuando entonces, la rabia me consumió la sangre y tomé el cuchillo, pero esta vez mucho más firme. Sin darme cuenta cómo, la sangre, su sangre, me salpicaba en la ropa. Cerca de 30 puñaladas creo que le di. Y no me arrepiento. No fue mi culpa, fue ella que además que haber sido infiel, se resistió a mis caricias, porque eso era lo que yo buscaba. Eso era lo que busqué toda mi vida con ella: amor. Y que por lo demás, jamás me lo pudo dar. Quién sabe por qué.

La miré y su rostro ya desfigurado, resaltaba el rojo de su pelo. Linda se veía así, quizás hasta más linda que el día de nuestra boda. Aquel día en que el viejo, su padre, quizo retenerla frente a mí para que no se casara con ese "bastardo", así mismo fue. La tomé entre mis brazos y le canté al oído. No recuerdo qué, pero le canté. Acaricié desde la punta de su cabeza, hasta la punta de sus descalzos pies. La amé como nunca y a mí manera.

Después de todo, pensándolo bien, le hice un favor. Si no la mataba yo, la mataría el sicario que había contratado la semana pasada, y que por temor, no concreté. De cualquier manera, es mucho mejor diablo conocido, que diablo por conocer.




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